Si hay conciencia, también esperanzas

Diario de Yuacatán

Don Julio

Lorenzo Meyer

El autor y la obra. No a cualquiera le es dado hacer con un muy personal memorial de agravios una radiografí­a, un análisis y un relato tan sucinto y profundo, en torno a uno de los grandes males de México: la corrupción de su clase dirigente: polí­ticos, comunicadores, empresarios e intelectuales. Para hacerlo se requieren, entre otras virtudes, ser periodista con buen oficio y con una larga experiencia, estar impulsado por una gran pasión en defensa de los valores e intereses colectivos y finalmente combinar todo lo anterior con ese tipo de honradez que le permite cruzar el pantano sin mancharse la pluma. Naturalmente, el don Julioá al que se refiere el tí­tulo de esta columna y que tiene todos los atributos anteriores, es Julio Scherer, y la obra en cuestión es su último libro: La terca memoria, (Grijalbo, 2007).

Parafraseando a Marx, la corrupción es un fantasma que recorre a México y a su historia desde hace mucho. En La terca memoria se examina a esta caracterí­stica desde varios ángulos: desde el robo descarado y directo –por ejemplo, los 233,308.92 metros cuadrados de propiedad de la nación en el centro de Tijuana de los que Jorge Hank Rhon se apropió ilegalmente para edificar un fraccionamiento de lujo– hasta la corrupción más sutil de un director de periódico –Rodrigo de Llano– capaz de someter a un juicio inquisitorial a un puñado de periodistas que se atrevieron a firmar un desplegado protestando contra la represión de los maestros durante el gobierno de Adolfo López Mateos, pasando por la del presidente de la Cámara de la Industria del Hierro y del Acero –Leopoldo Baeza y Acevez–, quien de una charola de plata tomaba los sobres con billetes para ofrecerlos a los reporteros de la fuenteá durante un banquete.

Como periodista, como responsable de Excélsior primero y de Proceso después, Julio Scherer ha vivido y sobrevivido rodeado por el pantano de la corrupción polí­tica; le ha visto el rostro innumerables veces, la conoce muy bien y aquí­ vuelve a exponer sus consecuencias con fiereza, ingenio y sin una pizca de prudencia. En La terca memoria no hay nada que no imagináramos, pero no deja de sorprender la puntualidad. Todo está documentado como testigo directo, con la fuente del conocimiento indirecto o con documentos, incluso uno generado por Manuel Bartlett a petición expresa del autor, para explicar cómo fue que Hank Rhon terminó por apropiarse de las 23 hectáreas urbanas de Tijuana ya mencionadas.

Yo acuso. En cualquier parte, pero sobre todo en México, no es frecuente la decisión de un autor de gran y buena reputación, de arriesgarse a llamar, en asuntos de corrupción de su propio tiempo, al pan, pan y al vino, vino. Don Julio, en cambio, no tiene ningún reparo en dar los nombres y apellidos de muertos y vivos a los que él trató –y en algunos casos, sigue tratando– y sus razones para unir sus nombres a circunstancias y temas donde, de acuerdo con el autor, los personajes abordados fallaron moralmente al paí­s. Ahora bien, esta lista de agravios y agraviadores también esta salpicada, como contrapunto, con algunos nombres de personajes que sí­ se supieron comportar a la altura de las circunstancias y cuya presencia en nuestra historia reciente los constituye en islas de congruencia y compromiso cumplido. Tales son los casos, por ejemplo, de Carlos Quijano, el uruguayo director de Marcha, la revista que cayó ví­ctima de los golpes de la dictadura militar de ese paí­s o de Daniel Cosí­o Villegas, el historiador y generador de instituciones culturales que en 1968 y en las páginas del Excélsior de Scherer, se decidió a mostrar las falsedades de un presidencialismo autoritario que estaba acostumbrado a que la prensa fuera usada sólo para anunciar que iba vestido de democracia y de estado de Derechoá, cuando en realidad estaba desnudo. La simpatí­a del autor por aquellos que se enfrentaron y fueron aplastados por el poder –Nicandro Mendoza, Roberto Robles Garnica, José Revueltas o David Alfaro Siqueiros– es tan evidente como natural.

El í­ndice de la obra contiene 22 nombres propios, un papa y nueve temas a ser tratados en 236 páginas. En esas condiciones, la pluma tiene que ser rápida, contundente pero a veces se da el lujo de juguetear, de no ir directo al punto. Al autor le gustan, como en el billar, los tiros indirectos. Un ejemplo estupendo es la reseña, según versión del cineasta Guillermo del Toro, de una fiesta en Los Ángeles en honor de otro colega mexicano: González Iñárritu. A la fiesta estaba invitado Vicente Fox, quien llegó con tres horas y media de retraso para, acto seguido y sin disculparse, ofrecer un brindis que resultó incomprensible, huero. En contraste, inesperadamente, Marlon Brando, enfermo ya, respondió con un discurso que hubiera sido el apropiado para Fox, pero que él simplemente no estaba en condiciones de dar: Brando se paseó con soltura y generosidad por la historia mexicana, su paisaje y sus contribuciones al arte universal. En fin, hablando sobre México, el norteamericano emocionó y el mexicano no. La anécdota, relatada en apenas dos páginas, es toda una tesis, por contraste, sobre la pobre calidad del gobernante.

Los presidentes. Julio Scherer es demoledor con quienes él pudo constatar que hicieron de la cercaní­a y el servicio al poder un muy redituable e ilegí­timo modus vivendi: polí­ticos, empresarios, intelectuales, directores de periódicos, jefes de prensa, conductores de televisión, periodistas, etcétera. Sin embargo, es en los presidentes donde el antiguo director de Excélsior concentra sus baterí­as de grueso calibre, pues es en el presidente en turno, donde la corrupción y la hipocresí­a en todas sus formas, son más acusadas y dañinas. Sin embargo, afortunadamente aquí­ también hay excepciones –una–: el general Lázaro Cárdenas; el último presidente mexicano que es históricamente salvable.

El primer presidente en la lista de Julio Scherer es Miguel Alemán, definido como el presidente corrupto que fue Adentrándose únicamente en su casa de Pichilingue o en su yate Sotaventoá, el autor puede retratar la enorme distancia entre mandantes y mandatario a mediados del siglo XX. La destrucción de la estatua del Alemán togadoá en Ciudad Universitaria, es relatada como el único encuentro entre la justicia sustantiva y el sonriente y cí­nico veracruzano. Su paisano y sucesor, Adolfo Ruiz Cortines, con fama de austero, se dio el lujo de dar como regalo de boda a Enrique Borrego, director de un vespertino, la concesión de la Loterí­a Nacional en Ciudad Juárez. El patrimonialismo en estado puro ya habí­a echado raí­ces.

Adolfo López Mateos, generalmente poco maltratado en la historia polí­tica contemporánea, ya no sale de estas páginas tan bien librado. Al reseñar el bautizo del salón de actos de Los Pinosá como López Mateos, Scherer aprovecha para mostrarnos al represor y asesino de ferrocarrileros y de Rubén Jaramillo, al carcelero de Demetrio Vallejo y de Siqueiros. Gustavo Dí­az Ordaz, su secretario de Gobernación y sucesor, es visto simplemente como la otra cara de López Mateos: su lado brutal, capaz de borrar del mapa a un poblado El Huanalá, en Veracruz y usar al ejército contra los estudiantes del Politécnico. Desde esta perspectiva, Dí­az Ordaz no es otra cosa que la prolongación natural de López Mateos.

Dí­az Ordaz, como represor, ya es campo muy trillado; Scherer prefiere otra vez la justicia sustantiva y se centra en su final: en su derrota frente a los periodistas al asumir a su efí­mera embajada en España. Luis Echeverrí­a tiene en esta memoria un buen número de entradas, después de todo es el hombre que acabó arteramente con el mejor Excélsior, pero sin admitir, como en tantas otras instancias, su responsabilidad. Es evidente que para Scherer, en lo esencial, Echeverrí­a no es otra cosa que la prolongación del estilo de gobernará de López Mateos y Dí­az Ordaz.

José López Portillo queda perfectamente pintado mediante su asociación con Carlos Hank González. Y Hank, a su vez, es retratado con una de sus frases y que resume su conducta como gran hombre público que se enriqueció sin pudor a la sombra de los presidentes a los que sirvió: Entre más obra, más sobr

Miguel de la Madrid y Ernesto Zedillo tienen, apropiadamente, sólo menciones incidentales. Carlos Salinas de Gortari, de quien tantos males se han derivado para el paí­sá, ya ha sido tratado por el autor en otras ocasiones y en ésta no sale mejor librado: mal usó la partida secretá (1,160 millones de dólares) y protegió a uno de los grandes ladrones de la nacióná: su hermano Raúl.

Es esta una época en que muchas cosas marchan mal en nuestro paí­s, pero mientras sobrevivan conciencias lúcidas como la de Julio Scherer, no todo estará perdido.– México, D.F.