México, en peligrosa carrera

Diario de Yucatán

Pudo ser, pero...

Lorenzo Meyer

Razón de ser. En materia de visiones colectivas, la confianza y la claridad del proyecto común suelen ser fuentes de identidad, seguridad y energí­a para la acción de la sociedad. Por las mismas razones, la falta de respuesta a las cuestiones básicas de quiénes somos, dónde estamos, qué queremos y a dónde vamosá puede ser el detonador de una situación o estado de ánimo que impida organizar los esfuerzos colectivos necesarios para acometer las grandes empresas que permitan ganar el futuro.

Lo anterior de ninguna manera significa la búsqueda de una teologí­a polí­ticá al estilo de los totalitarismos nazi o soviético, o del fundamentalismo islamista. No, lo que se pide es simplemente un puñado de ideas moral y prácticamente razonables, no dogmáticas, que sirvan de núcleo a la formulación de polí­ticas especí­ficas en torno a lo que queremos y podemos hacer como nación.

En la actualidad sobran razones para afirmar que a lo largo de este inicio de siglo México perdió una oportunidad histórica para revitalizar sus ideas colectivas en torno al pasado, presente y futuro. Y por esa pérdida, la nación hoy es ví­ctima de la dinámica de un cí­rculo vicioso.

En efecto, nuestro paí­s se debate en la incertidumbre, la desconfianza, la recriminación y la frustración. La actitud de un buen número de mexicanos con el porvenir de la nación esta caracterizada por el sentimiento de duda y, sobre todo, por un gran cinismo en torno a la cosa públic

De manera un tanto superficial pero sintomática se habla de que la tormenta se acerca envuelta en una especie de maldición histórica: 1810, 1910, 2010. En cada una de las dos primeras fechas un intento de cambio desembocó en una solución catastrófica y que lo mismo puede volver a suceder.

El México actual pudo y debió de haber corrido con mejor suerte tras la eliminación del viejo monopolio antidemocrático del PRI sobre la Presidencia y el sistema polí­tico en conjunto. En los años recientes empezó a germinar la confianza en las instituciones y en las perspectivas de nuestro desarrollo polí­tico, económico, cultural y, finalmente pero sobre todo, moral.

Sin embargo, los egoí­smos y miedos de las clases privilegiadas, la corrupción de las instituciones y la falta de visión y grandeza de los liderazgos corroyeron el potencial de una coyuntura histórica excepcionalmente preñada de posibilidades para colocar a México en un plano superior en la calidad de su vida cí­vica y material.

Tras la gran jornada de julio de 2000, el espí­ritu democrático empezó a flaquear al punto que en la siguiente gran consulta electoral, la de 2006, México quedó atrapado en un pantano de divisiones.

Hoy la omnipresente corrupción sigue imbatible. La agenda de reformas se mantiene como una lista de promesas sin cumplir, lo mismo en el campo fiscal (donde lo que en realidad se debate es una adecuación impositiva, no el cambio de fondo que se reclama desde hace medio siglo) que en el polí­tico, educativo o laboral.

Una economí­a lastrada por grandes monopolios ha dado por resultado un crecimiento mediocre. La distribución de la riqueza se mantiene totalmente ajena al espí­ritu democrático y el sistema legal está anclado en su incapacidad para generar justicia.

La producción de petróleo y las reservas muestran dificultades, Estados Unidos se hace más difí­cil como destino de la mano de obra mexicana excedente y el déficit en infraestructura –carreteras, ferrocarriles, hospitales, puertos y aeropuertos– se hace cada vez más evidente.

En contraste, los jefes del narcotráfico son capaces de detener su lucha interna, llegar a acuerdos y seguir adelante. En fin, que hoy el futuro de México como colectividad nacional sólo es brillante en un discurso oficial, que cada vez se asemeja más a silbar en la oscuridad para alejar al miedo.

Ejemplos interesantes. Sin una meta o proyecto colectivo sensato, pero digno y generoso, que despierte la imaginación de la mayorí­a, la idea de nación resulta hueca. Una colectividad nacional no logra despertar la solidaridad y su propia confianza e imaginación de cara al futuro corre el peligro de terminar a la deriva.

Obviamente el otro extremo, la imaginación excesiva y sin generosidad, puede llevar a una tragedia de grandes dimensiones, como lo ejemplifican en el siglo XX el fascismo italiano, el nacional socialismo alemán, el Japón imperial o la Unión Soviética.

Un caso extremo de proyecto colectivo tan tenaz como prolongado es el del pueblo judí­o, que por siglos sobrevivió a la diáspora. Más cercano en el espacio está el de los mexicas: su largo peregrinar también en busca de una tierra prometida que culminó con la creación de una gran ciudad –Tenochtitlán– y un gran imperio.

Desde su nacimiento como nación, Estados Unidos se consideró también un pueblo elegido y se propuso ser un ejemplo de libertad y buen gobierno para el resto del mundo –la famosa city upon the hillá–, sin importarle la contradicción de ser una estructura esclavista y que, abolida la esclavitud en los 1860, la discriminación limitara derechos y libertades de millones.

Por siglos España se justificó como una monarquí­a defensora de la verdadera religión.

En fin, los casos citados son extremos pero el grueso de las naciones que hoy tienen éxito colectivo reconocido es porque sus lí­deres han logrado construir un cierto consenso alrededor de valores y metas.

La democratización como la gran meta colectiva. Justo por haber sido primero nuestra metrópoli y luego compañera de viaje por el mundo del atraso económico y el autoritarismo del siglo XX, España es hoy un ejemplo contrastante para explicar algunos de nuestros problemas y dilemas.

El nacionalismo propiciado por la Revolución Mexicana devino un instrumento de manipulación del régimen y en la expresión tan conmovedora como ridí­cula de: Como México no hay dos

La dictadura franquista, por su parte, gustaba de proclamar el España es diferenteá como supuesta explicación de la distancia que existí­a entre ese paí­s gobernado por una dictadura y sus vecinos europeos democráticos. Ya el duque de Wellington habí­a dicho en los 1820 algo parecido pero en un sentido negativo: España es un paí­s cuyas costumbres y hábitos tienen muy poco en común con el resto de Europ

Con la muerte del generalí­simoá Franco en 1975, España se adelantó a México en el proceso de cambio polí­tico. Y tan pronto como en 1979 los observadores notaban en el caso español la celeridad y lo abrupto de su salto a la modernidad tras 40 años de conservadurismo y catolicismo tradicionalá (Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, Spain: Dictatorship to Democracy, Londres, 1979, p. viii). Veintitrés años más tarde, uno de esos observadores, el profesor Carr, declaró que ya no quedaba nada de lo supuestamente excepcional: España era un paí­s entregado de lleno a la búsqueda del bienestar material, pero justamente porque ya habí­a logrado transformarse en una sociedad moderna, industrializada y urbana, poseedora de una democracia plural de corte europeo con un gobierno estable producto de elecciones libres (Visiones de fin de siglo, Madrid, 2002, pp. 24-25).

La transformación de España no fue fácil y hubo momentos en que pudo haber fallado –el intento de golpe militar de 1981–, pero contó con una clase polí­tica de izquierda y derecha que finalmente estuvo a la altura de las circunstancias y que, además, recibió una gran ayuda de parte de quienes antes le habí­an visto por encima del hombro: los paí­ses vecinos desarrollados de Europa.

De esta manera, la construcción de la democracia y la modernización se convirtieron en el proyecto nacional mismo y en la base de una nueva identidad colectiva.

México pudo muy bien haber seguido un camino similar al español y haber sustituido su ya muy corrupto nacionalismo revolucionarioá por la nueva identidad de una sociedad orgullosamente empeñada en la construcción de su modernidad polí­tica, económica, social y, finalmente, cultural.

Sin embargo, ése no fue el caso. Lo que terminó por imponerse fue la pequeñez de miras, la costumbre de la corrupción, la desconfianza de los pocos afortunados frente a las numerosas clases peligrosasá que, en respuesta, están desarrollando el resentimiento social. Finalmente, México tampoco tuvo la suerte de contar con el equivalente del apoyo generoso que la Europa ya desarrollada dio a España, al contrario.

En conclusión, el orgullo de una tarea histórica bien iniciada –la construcción de una sociedad polí­ticamente democrática y socialmente más justa– y la decisión de continuar en esa dirección pudieron haber sido la idea que renovara en México el compromiso entre los individuos, los grupos, las clases y las regiones para ganar el futuro. Pudo ser, pero cada vez es más difí­cil que sea.– México, D.F.