Sinaloa: ¿de parte de quién está?

Diario de Yucatán

Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

El dí­a que mataron a Ricardo Murillo, hace una semana, la cifra de asesinatos en Sinaloa sobrepasó el medio millar en lo que va del año. Ese mismo dí­a, 5 de septiembre, fueron hallados dos cadáveres en Culiacán, y una persona más fue ejecutada en Navolato. La muerte tiene permiso en aquella entidad, por lo que la violencia homicida se ha vuelto parte del paisaje, ingrediente que ya parece normal en la vida cotidiana que, para infortunio de todos, ya no sorprende ni conmueve a nadie, insensible la sociedad a tanta sangre derramada.

Pero en estos dí­as de septiembre sucesos extraordinarios rompen esa presunta –y repudiable– normalidad y obligan a preguntarse si se trata de crí­menes comunes sólo vinculados por la casualidad de que sucedieron con pocas horas y dí­as de diferencia. A primera hora del miércoles de la semana pasada fue hallado a bordo de un vehí­culo, con un balazo en la cabeza, el cadáver del licenciado Jesús Ricardo Murillo Monge, un activista de los derechos humanos, quien con su hermana Mercedes fundó en 1993 y encabezaba el Frente Cí­vico Sinaloense. Era abogado y tení­a 66 años de edad.

A pesar de que desde el dí­a siguiente ese asesinato repercutió en los ambientes humanitarios nacionales y extranjeros –Amnistí­a Internacional y la red Todos los Derechos Humanos Para Todos exigieron investigar el crimen– y la Comisión Nacional de Derechos Humanos demandó medidas cautelares de protección para la familia Murillo, el caso parece encaminarse al destino de la mayorí­a de los homicidios dolosos en Sinaloa y en todo el paí­s: la impunidad. Para evitarla no ha sido relevante que Ernesto Cebreros, secretario de Seguridad Pública del Estado sea pariente de la ví­ctima, por lo que se podrí­a presumir un interés especial por resolver el caso.

Murillo Monge se ocupaba sobre todo de los derechos humanos de las personas en reclusión, pero en el programa que sostení­a en Radio Universidad de Sinaloa se ocupaba de todo tipo de injusticias, como la que significó para la familia Esparza que militares asesinaran el 1 de junio a cinco de sus miembros, dos mujeres y tres menores. Murillo Monge brindó también asesorí­a legal a los deudos de esas ví­ctimas, de cuya muerte se responsabilizó a 19 integrantes del Ejército, que son procesados.

Horas antes del asesinato de Murillo Monge se produjo el de Oscar Rivero Inzunza, un periodista que –luego de haber sido reportero y editor de varias publicaciones– era una suerte de vocero de las oficinas de seguridad pública y procuración de justicia del Estado, y actuaba como enlace de información con las policí­as municipales y el Ejército.

Al comenzar la tarde del 4 de septiembre viajaba a bordo de su vehí­culo cuando en un lugar céntrico, cercano al Palacio de Gobierno, fue alcanzado por otro, cuyos tripulantes lanzaron en su contra una andanada de tiros a la que sucumbió. Se encontraron 30 casquillos percutidos en el interior de su automóvil.

Rivero Inzunza habí­a presidido la Asociación de Periodistas Siete de Junio. Sus compañeros, dolidos y atemorizados por su asesinato (y el de otros contra periodistas que tampoco han sido resueltos), organizaron manifestaciones de protesta y exigencia de justicia. Acudieron a la Procuradurí­a estatal y al Cuartel de la Novena Zona Militar. En la primera el procurador pretendió rehuirlos, hasta que se percataron de su presencia y no le quedó más remedio que encararlos y decirles que la PGR, por medio de la Subprocuradurí­a de Investigaciones Especializadas en Delincuencia Organizada, se responsabilizarí­a de la indagación.

En la instalación militar, su comandante el general Rolando Eugenio Hidalgo Eddy rehusó recibirlos y subalternos suyos negaron que el periodista muerto mantuviera relación laboral alguna con la oficina militar, a pesar de que era conocido de todos en los medios periodí­sticos el ví­nculo profesional que lo uní­a al mando castrense.

No por otra razón supongo, por mi parte, que su asesinato se convirtió en caso para la procuración federal de justicia.

Unos dí­as después, el domingo pasado, el general Hidalgo Eddy fue el destinatario de amenazas, que en los dí­as siguientes habí­a preferido no denunciar ante el Ministerio Público local. En sendos puntos de Culiacán fueron halladas tres bolsas negras, cada una de las cuales contení­a partes de perros destazados. Un paquete tení­a adosada una corona floral y a los tres los acompañaban mensajes amenazantes contra el jerarca militar. Una de las bolsas fue tirada al pie de la barda perimetral sur del Cuartel de la Novena Zona Militar, que suele estar custodiada por la tropa.

Ya una vez un amago semejante, aunque de mayor gravedad, fue lanzado contra Hidalgo Eddy: el 18 de septiembre del año pasado, a la entrada de esa instalación castrense, fue abandonado el cadáver de una persona ejecutada, junto a la cual se colocó también un recado intimidatorio. Poco después se confirió una misión diplomática al comandante de la Zona (fue agregado militar en Moscú), pero en junio volvió a su posición de mando en Culiacán. (Reforma, 11 de septiembre).

La muerte de todos y cada uno de los más de 500 ejecutados en Sinaloa es relevante y debe ser investigada, y quienes la perpetraron deben ser encarcelados. Pero la ubicación social y la relevancia pública de Rivera Inzunza y Murillo Monge obligan a poner especial atención a la pesquisa sobre sus homicidios, y no se diga a las amenazas contra el general. Vinculados o no, debemos conocer el origen de esos sucesos.– México, D.F.