EPR: lo polí­tico y lo militar

Fuente:La Jornada del 18 de septiembre de 2007

Luis Hernández Navarro

El 5, 10 de julio y 10 de septiembre pasados el Ejército Popular Revolucionario (EPR) hizo explotar varios ductos de Pemex. Los atentados no causaron muertos ni heridos. Las pérdidas económicas fueron enormes.

Las explosiones son la primera acción militar de gran envergadura efectuada por el EPR en más de 10 años. La única ofensiva bélica de importancia y alcance nacional efectuada previamente por esta organización fue la campaña del 28 de agosto de 1996, en la que atacó destacamentos del Ejército en varias entidades.

Durante la década transcurrida entre el ataque a Las Crucecitas en Hutaluco y los bombazos en la petrolera mexicana, el EPR sufrió una feroz persecución, ajustes de cuentas internos y varias escisiones. A lo largo de ese tiempo, algunos de sus desprendimientos organizativos realizaron acciones de propaganda armada, colocando petardos en bancos y bloqueando caminos. Otras han protagonizado campañas militares de mediana envergadura en estados como Guerrero.

Pero que no se realicen acciones bélicas ofensivas no significa que el EPR haya estado inactivo a lo largo de estos años. Se ha extendido más allá de Chiapas, Guerrero, Oaxaca y las Huastecas. Ha participado en importantes luchas sociales. Mantiene una prensa escrita regular. En la antinomia entre lo polí­tico y lo militar, parecí­a haber privilegiado la lucha de masas sin renunciar a la lucha armada. Ni siquiera durante las recientes protestas en Oaxaca, donde tiene amplia presencia, efectuó acciones guerreras.

Los atentados a Pemex cambian dramáticamente esta orientación. El EPR ha pasado ahora a poner el acento de su actuación en la realización de las acciones bélicas por sobre la lucha polí­tica. ¿Por qué lo hace? ¿Se trata de medidas publicitarias para ganar la atención de los medios informativos? ¿Acaso ha modificado su estrategia y se ha transformado en una fuerza insurreccional? ¿Piensa que estas acciones acercan al paí­s al socialismo?

Los eperristas han dado una explicación muy clara sobre el porqué de sus ataques: forman parte de una campaña nacional de hostigamiento contra los intereses de la oligarquí­a y del gobierno antipopulará para presentar con vida a sus militantes, detenidos y desaparecidos en la ciudad de Oaxaca, el pasado 25 de mayo. Sus acciones son parte de la autodefensa armadá, no un objetivo de la guerra popular prolongada.

La organización polí­tico-militar informó sobre la desaparición de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez en un documento público difundido el 5 de junio. Entre esa fecha y el ataque del 5 de julio emitió 14 comunicados, firmados por su comandancia nacional y por comités estatales y regionales, denunciando el crimen de lesa humanidad cometido contra sus dirigentes y advirtiendo de su inminente respuesta.

En el comunicado con fecha del 20 de junio, el EPR insiste en la ví­a polí­tica y previene: la fuerza está en la prudencia, todo lo hemos resuelto privilegiando soluciones polí­ticas, pero también el pueblo nos ha dado el derecho de la autodefensa, por lo tanto podrí­amos cambiar de táctica, y si en esta táctica de autodefensa la hacemos como tal es agotando la solución polí­tica y dando otro paso

Pero nadie en el gobierno federal se dio por enterado de la gravedad de la situación. La dinámica de confrontación entre el campo del eperrismo y el gobierno federal existente hasta ese momento estaba a punto de transformarse, pero los servicios de seguridad del Estado hicieron caso omiso de las señales que la guerrilla envió.

¿Habí­a alguien interesado dentro del Estado en propiciar el recrudecimiento de la confrontación militar con el EPR? ¿Subestimaron los aparatos de inteligencia la capacidad de respuesta de la organización armada? ¿No habí­a dentro de la administración de Felipe Calderón idea de lo que podí­a suceder? Con la información disponible es muy difí­cil deducir lo que pasó dentro del gobierno federal, por qué ignoró los avisos que se le enviaron.

Algunos comentaristas han señalado que los desaparecidos fueron ví­ctimas de la propia organización o de alguna facción rival. Se trata de una afirmación irresponsable. El único argumento a su favor es que no serí­a la primera vez que agrupamientos de esta naturaleza efectúan ajusticiamientos. Pero cuando ellos han ejecutado a infiltrados o disidentes, reivindican sus actos. Éste no es el caso. No hay evidencia seria alguna de que la desaparición de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz venga de sus propias filas. Tampoco de que hayan sido detenidos por otra organización armada. La mayorí­a de ellas han condenado el hecho y se han sumado a la exigencia de la presentación con vida de los eperristas.

Los atentados han tenido un costo elevado para la organización armada. A pesar de asegurar que en ningún momento hemos obstaculizado la lucha de masas, ni lo haremos pero también es el momento que nos permitan cambiar de táctica si así­ se requiereá, los ataques han precipitado su aislamiento de organizaciones de masas y han descarrilado la dinámica sobre la que habí­an crecido desde hace años. Por diferencias genuinas o por temor a la represión, dirigentes sociales se han deslindado de las explosiones. Los petardos colocados en Oaxaca profundizaron las diferencias con la dirección de la APPO. Así­ es que si el EPR se aventuró a seguir ese camino es porque el gobierno federal lo colocó en una situación lí­mite.

Sobre advertencia no hay engaño. Los guerrilleros anunciaron que las acciones de hostigamiento no pararán hasta que sean presentados con vida nuestros compañeros (...) así­ como todos los desaparecidos denunciados en Oaxaca, del estado de México y Guerrero

¿Puede el gobierno mexicano darle al desafí­o una salida exclusivamente represiva? Parece evidente que no. Los operativos del Ejército y la policí­a para golpear al EPR han resultado infructuosos. No en balde la organización tiene más de 40 años de vida y ha sobrevivido en condiciones muy adversas. Más le valdrí­a al gobierno federal plantearse seriamente la construcción de una salida polí­tica digna al conflicto.