La democracia representativa no basta

Diario de Yucatán

Jueves 4 de Octubre de 2007

Los nudos polí­ticos

Lorenzo Meyer

Los nudos siguen atados. Lo inaceptable no es que, como sociedad polí­tica, los mexicanos tengamos problemas, sino que los años corran y el mundo se transforme, pero nuestros problemas sigan siendo los mismos.

Hace 30 años, cuando Manuel Camacho estaba a punto de cambiar su vida académica por la de un polí­tico profesional publicó Los nudos históricos del sistema polí­tico mexicanoá, (Foro Internacional, Vol., 17 No, 4, abril-junio, 1997). Esos nudos, según el autor, eran los lí­mites y las alternativas que entonces tení­a un sistema no democrático que ya daba claras muestras de agotamiento. No obstante que su base social ya habí­a dejado de ser la de 1940 –habí­a perdido su fuerte carácter rural, con todas las consecuencias polí­ticas, sociales, económicas y culturales que tal transformación implicaba– el modelo polí­tico mexicano se mantení­a renuente a la transformación.

Según Camacho, los principales nudos polí­ticos del México de entonces eran una legitimidad decreciente, una representación polí­tica distorsionada y un manejo deficiente del viejo problema social. Por ello, el liderazgo de la época estaba obligado a elegir entre: a) sostenerse en la inercia y desembocar en la argentinización; es decir, en algo similar a la descomposición social y desintegración polí­tica y económica que siguió a la muerte de Perón, b) enfrentar una nueva revolución, c) profundizar el nacionalismo autoritario, d) reconstruir el régimen dentro del modelo burocrático, tecnocrático y militar, y finalmente, la alternativa deseable, e) transitar hacia la democracia representativa. Al final, lo que hubo fue el salinismo, una mezcla inviable de todo lo anterior (el contraejemplo fue España, una sociedad que entonces se metió de lleno en el torbellino del verdadero cambio).

Un cuarto de siglo después de publicado el diagnóstico anterior, México pareció alcanzar la mejor de las salidas propuestas: la democracia polí­tica. Sin embargo, la suerte no nos acompañó en el arranque y el nuevo sistema administró tan mal su tiempo inicial, que hoy México pareciera haber perdido la brújula al punto que bien pudiera estar siguiendo un camino errado, uno que pudiera desembocar justamente en una nueva mezcla de las desagradables predicciones que Camacho temí­a hace 30 años; por ejemplo, la descomposición social con el intento de administrarla por la ví­a de la innoble troica burocrático-tecnológica-militar.

Es evidente que nuestra recién adquirida democracia polí­tica carece de la energí­a y de la decisión suficiente para acometer su tarea histórica primordial: consolidarse desatando o de plano cortando los nudos gordianos que le heredó el antiguo régimen que, a su vez, los vení­a arrastrando de más atrás. En 2000 se abrió la oportunidad para México de empezar a resolver los males heredados que se encontraban en las áreas estrictamente polí­ticas, pues era ahí­ donde se podí­an emplear a fondo la combinación del marco legal vigente con el entusiasmo y la energí­a polí­tica y social que acompañaron a la defenestración del PRI.

Si finalmente los responsables de la conducción polí­tica de entonces no pudieron siquiera llamar a cuentas a los grandes responsables de los crí­menes y la corrupción del pasado inmediato, más difí­cil les resultó encontrar la punta de la madeja de los enormes embrollos económicos y sociales que están impidiendo el desarrollo de México y cuya solución implica –entre otras cosas– atacar de frente a intereses creados de una magnitud tan grande como la suma de las grandes fortunas producto de las practicas monopólicas y corruptas que hoy caracterizan –y dominan– a México.

Los nudos se ven desde fuera. Una forma de adentrarnos en la red de problemas antiguos y aun sin resolver es verla como nos ven desde el exterior. La mirada ajena, precisamente por distante, puede ser menos subjetiva que la propia, particularmente en un contexto de polarización y encono como el que caracteriza hoy a México. La semana pasada, uno de los periódicos nacionales más importantes de Estados Unidos, The New York Timesá, abordó un par de temas mexicanos, ambos reveladores de nuestra agenda de temas que venimos arrastrando sin poder resolverlos.

El primero apareció el 26 de septiembre y se centró en la naturaleza e implicaciones de la reaparición del Ejército Popular Revolucionario (EPR); el segundo fue publicado dos dí­as más tarde y se enfocó en el ex presidente Vicente Fox y su estilo de vida.

El primer caso tiene que ver con el asunto de la representación, los canales de las demandas polí­ticas y los efectos de la desigualdad social. En principio, la apertura de los cauces de la democracia deja sin razón de ser a la violencia de origen polí­tico. En la realidad ese no ha sido siempre el caso, como lo demuestra incluso el exitoso ejemplo español. Ahí­, pese a que el franquismo ya es historia, la ETA sigue actuando en nombre de la independencia del Paí­s Vasco.

En México el EPR ha revivido, en buena medida, porque en Oaxaca persiste con toda su fuerza el antiguo régimen y porque la parte del sistema que supuestamente cambió –la federal– en vez de ayudar a desatar ese nudo de contradicciones locales que es el gobierno priista de Ulises Ruiz, terminó por dejarlo más atado. En efecto, en el Congreso la alianza PAN-PRI sostuvo a Ruiz pese a reconocer sus notables fallas como gobernador.

Por su parte, el gobierno federal decidió enviar a sus fuerzas policí­acas y militares para poner fin de manera violenta a la movilización popular contra el gobernador iniciada en mayo de 2006 –el año electoral– y que se prolongó por meses como resultado de un empate polí­tico entre Ruiz y la heterogénea coalición de sus opositores.

En fin, que el gobierno federal democráticoá rompió ese empate actuando a favor del antiguo orden antidemocrático pero, además, en el proceso de represión que siguió: alguien desaparecióá –justo como se acostumbraba en el pasado– a dos cuadros dirigentes de un EPR que se habí­a mantenido sin actuar directa y violentamente desde finales del gobierno de Ernesto Zedillo.

Hasta ahora, el resultado de lo ocurrido en Oaxaca es que ha resurgido el problema guerrillero, en el entorno de una democracia tan llena de contradicciones y debilidades, incapaz de deshacerse de nudos autoritarios como el de Ruiz y todo lo que él representa. Y esos rebeldes que han atacado con éxito las instalaciones de Pemex justifican su acción precisamente en que el afianzamiento de un PRI que en Oaxaca lleva ya 77 años seguidos en el poder y en la persistencia de la gran división social, muestras ambas de que pese al supuesto cambio el pasado sigue sin pasar.

El retorno – ¿permanencia?– de Fox al centro del debate y del escándalo polí­ticos se debe, esta vez, no a su intervención ilegal en la elección de 2006 ni a su militancia en organizaciones internacionales de derecha, sino a la impúdica ostentación de su riqueza personal en un paí­s de pobres y con larga historia de corrupción. Ya desde Agustí­n de Iturbide y Antonio López de Santa Anna la notoria falta de probidad de muchos jefes del gobierno se transformó en causa de ilegitimidad del poder.

Tras el advenimiento de la democracia polí­tica en México, se esperaba una ruptura clara e incluso dramática de la vieja tradición de convertir el paso por los altos puestos públicos en una fuente de riqueza familiar.

Fox podrí­a intentar explicar los fracasos de casi todas las polí­ticas de su sexenio como resultado de un gobierno dividido, de la falta de apoyo de su partido, de errores de un gabinete sin experiencia, de la mala suerte, etcétera, pero desde el inicio habí­a un campo cuya responsabilidad era personal e intransferible: el de hacer de su paso por la Presidencia un ejemplo de frugalidad republicana, de identidad inequí­voca entre democracia y sobriedad personal, de compatibilidad entre moral pública y moral personal, de solidaridad simbólica entre el gobernante y la masa sin fortuna de los gobernados.

Fox desaprovechó esa oportunidad y el costo no se expresa sólo en las reclamaciones públicas que se le hicieron y se le seguirán haciendo, sino en la permanencia y reforzamiento de una de las caracterí­sticas más viejas y negativas de nuestra polí­tica: la corrupción y la enorme distancia que separa a las minorí­as selectasá –para usar el término de Felipe Calderón– y las mayorí­as no selectas ( ¿vulgares?).

Para concluir, ahora estamos comprobando que la democracia representativa por sí­ misma no basta para desatar los enredos históricos. Nuestra situación es más compleja y sus nudos son más fuertes de lo que se supuso, y ambas cosas nos obligan a repensar con urgencia todo el proyecto de transformación de México.– México, D.F.