Miles lo arroparon en una tarde frí­a

Fidel Samaniego R.
El Universal

Martes 21 de noviembre de 2006

Con arrobo contempló a la multitud que colmaba la plaza, que gritaba en monumental coro: " ¡Presidente, presidente!". Le cruzaba el pecho la banda tricolor con el escudo republicano, juarista. Estallaban los fuegos de artificio. Entonces, Andrés Manuel López Obrador mostró una emocionada sonrisa y abrazó al viento frí­o.

Estaba cerca, muy cerca del Palacio Nacional, a no más de 40 metros. Le acompañaban en el templete quienes integran su llamado gabinete. Precisamente 12. Segundos antes, él habí­a concluido su mensaje con un: " ¡Viva el gobierno del pueblo!" que tuvo una impresionante, vibrante respuesta de la multitud: " ¡Vivaaaa!".

El cielo era gris, cargado de amenazantes nubes que no llegaron a romper en tormenta. Él vestí­a con sobriedad, traje oscuro, camisa blanca. Estaba despeinado. Cuando tomó las ocho hojas para empezar a leer su discurso, le temblaba ligeramente la mano derecha.

Con esa misma mano al frente, solo, en la parte delantera del escenario, López Obrador manifestó las palabras que constituyeron su protesta. No fueron las mismas que establece el texto constitucional. Él mismo le introdujo varias modificaciones, entre ellas, su promesa de procurar la felicidad del pueblo.

Era la plaza de la proclamación de la legitimidad. Miles y miles de fervores, pasiones, admiraciones, devociones ofrendadas al que quienes se asumí­an como el legí­timo pueblo proclamaron "Presidente legí­timo". Se vendí­an camisetas, fotografí­as, paliacates y ejemplares de medios informativos que los voceadores anunciaban como los legí­timos informadores. Otros vendedores presumí­an como "legí­timas" las monedas conmemorativas de la toma de protesta, de cobre, bien acuñadas, con el escudo en una cara y la efigie del lí­der en la otra.

Una tarde de gélido clima, pero de candentes manifestaciones. La gente llegó desde temprano. Por familias, o en grupos, en el metro, en microbuses o en camiones que recorrieron las carreteras.

Avanzaron hacia el corazón del paí­s, en marchas y peregrinaciones, con pasos firmes, con expresiones alegres, pero también iracundas cuando identificaban a representantes de la prensa.

Fuertemente custodiado estaba el templete. Lo resguardaban rejas metálicas y hombres con camisetas amarillas. Elementos de la policí­a capitalina hací­an valla por donde pasarí­a López Obrador.

En el estrado aguardaban las trece sillas de madera con forros de piel. Al fondo, un gran lienzo color vino con el escudo juarista, el de La República, el águila con las alas desplegadas y la cabeza hacia la izquierda. Un emblema que también estaba en las solapas de los sacos de los integrantes del primer cí­rculo lopezobradorista, y en la papelerí­a que llevaba consigo el fiel Nico, Nicolás Mollinedo. Hojas con el mensaje que su jefe dirigirí­a a los suyos.

Un acto que la inmensa Regina Orozco, maestra de ceremonias, anunció como "solemne".

Y con la solemnidad, Rosario Ibarra de Piedra entregó la banda tricolor a Andrés Manuel López Obrador. Eran las cinco de la tarde con ocho minutos. Luego, él avanzó cinco pasos para colocarse ante el atril y los micrófonos y rendir su protesta, con su estilo, a su manera.

Solemnidad que poco después fue quebrantada. "Aquí­ está la muestra de lo que somos y seremos capaces de llevar a cabo", manifestaba López Obrador, cuando a la derecha del presí­dium, una joven, en el toldo de una camioneta, se bajó el pantalón y la ropa interior, mostró el trasero desnudo con la palabra: "Peje" y gritó desaforada: " ¡Andrés te amoooo!".

Él continuó con su discurso. Anunció las 20 medidas de su gobierno, nunca mencionó a Felipe Calderón, y concluyó con " ¡Vivas!" al gobierno del pueblo, a la revolución y a México.

Y estallaron los fuegos de artificio. Y con su banda tricolor cruzándole el pecho contempló arrobado a la multitud que le gritaba: " ¡Presidente!". Y abrazó al viento frí­o. Y estaba cerca, muy cerca de Palacio Nacional, pero no en él.