
Rogelio Hernández Rodríguez: Política de símbolos
Submitted by Juan_Maltiempo on Lun, 01/08/2007 - 15:19
Del Universal en Línea del 8 de enero de 2007
El presidente Felipe Calderón comenzó su sexenio con acciones espectaculares que no sólo lo sitúan en la opinión pública sino que buscan reafirmar símbolos políticos, particularmente importantes en el sistema mexicano. Es comprensible porque tiene muchos motivos para intentar fortalecer su imagen y, por ende, su gobierno.
El primero, sin duda, es el lamentable legado de incapacidad y pasividad que caracterizó el periodo de Vicente Fox y que tanto contribuyó a los conflictos políticos. Otra razón se encuentra en el cuestionamiento de su triunfo electoral, más allá de que legalmente no hubiera sospecha alguna de su victoria en las urnas. Y otra, no menos destacada, fue su insistente promesa de campaña de ejercer una Presidencia con autoridad y de combatir la inseguridad pública y en particular el narcotráfico.
Si de algo ha estado necesitado el nuevo mandatario, ha sido de legitimar con acciones su Presidencia. De ahí, por ejemplo, la insistencia, que a veces parecía incomprensible, de tomar posesión en el recinto del Congreso, ante las amenazas cumplidas del PRD de intentar evitarlo. Sobre todo de que sería investido de su autoridad en el lugar que tradicionalmente ha sido el centro del reconocimiento del poder presidencial. Y no parece haber duda de que esa imagen la consiguió con creces.
En el mismo tenor parece inscribirse la cruzada contra la delincuencia que ha emprendido. Desde su primer mensaje como Presidente, Calderón había adelantado su acercamiento a las Fuerzas Armadas. Con un sutil lenguaje en el que "ordenaba" a los mandos militares mientras que "instruía" a sus secretarios, el Ejecutivo subrayaba su posición de jefe militar y no sólo de jefe de gobierno. El nuevo trato se reafirmó cuando decretó las reducciones de salarios e incluso recortes presupuestarios a áreas sociales, sin que se tocara en lo más mínimo a las Fuerzas Armadas.
La búsqueda simbólica continúa y cada vez más el Presidente se compromete en reafirmarla. Hace unos días, rompiendo todos las prácticas mantenidas hasta ahora, Calderón visitó a las fuerzas armadas destacadas en Michoacán, vistiendo saco y gorra militar con las cinco estrellas que demuestran su carácter de jefe supremo. Si bien Calderón logró el propósito de mostrar su apoyo a las labores del Ejército y, más que otra cosa, ocupar los principales espacios de los medios de comunicación, también parece que su política de símbolos empieza a encontrar sus límites.
La práctica, aunque novedosa en México, es bastante común en otros países y sobre todo en Estados Unidos, donde el presidente con regularidad visita los destacamentos militares, en especial en días festivos importantes. La idea es que el presidente no sólo brinde apoyo a su ejército, sino una indudable defensa internacional de las casi siempre cuestionables actividades que desarrolla en el mundo. Calderón tomó prestado el gesto para demostrar respaldo y compromiso a unas Fuerzas Armadas que cumplen labores riesgosas y delicadas, pero en las que no puede dejar de reconocerse que lo hacen por la evidente incapacidad de las policías regulares. Con todo, la imagen cuenta y es donde el Presidente no cuidó algunas formas.
No es la primera vez que los presidentes panistas voltean la mirada al vecino del norte para importar medidas y acciones que allá funcionan bien pero que al trasladarlas sin cuidado alguno, resultan desastrosas. Fox fue el primero en dejarse seducir por sus asesores, que lo llevaron a crear una pésima copia del Consejo de Seguridad y del sistema de comisiones administrativas, que desde hace décadas existe en el esquema estadounidense y que en México solamente sirvieron para entorpecer las funciones internas del gobierno y a fragmentar a los cuerpos de seguridad nacional.
Calderón parece que no entendió la lección. Las imágenes que se han difundido muestran a un Presidente vestido con un saco evidentemente grande y con una gorra en la que sus estrellas se ven con dificultad. La pequeña falla se debe a que, como lo han señalado los entendidos, es una gorra de batalla en la que precisamente se trata de ocultar al enemigo a los militares de alto rango. Sin batalla alguna que librar y con el propósito de difundir una imagen, el presidente bien habría podido vestir una gorra con distintivos claros e inconfundibles.
Se entiende que un mandatario presionado por la sociedad busque acciones fuertes, pero quedarse en las representaciones simbólicas puede convertirse en una fuente de cuestionamientos más que de apoyos.
La pregunta de fondo es si estas tareas realmente erradicarán o al menos controlarán al narcotráfico, o sus efectos estarán limitados a la presencia física del Ejército. Si al final la delincuencia regresa, no sólo quedará cuestionado el Ejército sino que el Presidente corre el riesgo de quedar atrapado en una política de circunstancia, preocupada solamente por la imagen, por rescatar símbolos de poder, y no por ejercerlo como se debe.
Investigador de El Colegio de México