El hambre los dejó sin ganas de comer

Guerrero

Por: Marcela Turati
12/02/2007

nacional@nuevoexcelsior.com.mx

En La Montaña guerrerense hay un caserí­o de tierra roja llamado Dos Rí­os donde azota una extraña enfermedad: de un dí­a a otro, cualquiera de sus habitantes amanece sin apetito y, así­ nomás, como de la nada, pasa los dí­as sin probar tortilla. Al tiempo, enflaquece, su organismo se chupa el poco músculo y de tanto cansancio ni levantarse puede del petate. Y, así­, sin más, un dí­a cualquiera, el enfermo pasa a difunto.

Esto lo relata Antonio López Paulino, el anciano con sombrero duro como tortilla tatemada que está sentado sobre un ladrillo a la entrada del pueblo, y a quien le pegó la rara epidemia. Está en los huesos y sólo espera la muerte.

"Ya no come nada, nada, a veces una tortilla, a veces no, ya tiene un mes que está malo, le ataca en el estómago, como que se le pasa al corazón, suda mucho, sale mucho sudor, no se quita con nada, ni con remedio ni pastilla y se muere la gente", traduce del mixteco de don Antonio el comisario de este lugar, Ignacio Martí­nez Emilio.

Confirman la historia los dosrieños que a su alrededor escuchan, quienes comienzan a anotar nombres en la lista de los muertos recientes. Mencionan a "la difunta Justina Hernández", que dejó 10 hijos; a la difunta Rufina López de Jesús, de unos 30 años, a la difunta Aurelia González, madre de tres huerfanitos; a la difunta Rosenda González, que dejó otros tantos. Y próximamente a don Antonio.

"La señora Justina se enfermó en agosto, tres meses no comió, nomás poquito de atole y 15 dí­as ni atole ni agua; apenas se murió. Se le tapó la garganta. Les agarra que no les da hambre por la lombriz del estómago. Es normal, no da hambre", explica Martí­nez.

"Cuando mero la Rufina murió se tapó del pescuezo, no pasa nada, ni tortilla, no come nada, no tení­a nada de fuerza. Un mes pasó y se murió. Se murieron 12 personas: dos niños y 10 grandes", dice resignado.

La descripción del comisario coincide con la sintomatologí­a de la miseria. Es igualita a la enfermedad de la desnutrición que parece epidemia en Cochoapa El Grande, el nuevo municipio más pobre del paí­s.

Dicen aquí­ que dejar de tener hambre por tanta hambre es un conocido padecimiento en esta región, la Sierra Mixteca, nuestra África mexicana, la cadena montañosa ubicada entre Guerrero y Oaxaca, donde se registran niveles de vida parecidos a los paí­ses del sur del Sahara, similares a los que viven los habitantes de paí­ses como Congo, Ruanda, Etiopí­a o Somalia.

Suena a lugar común, pero no es algo menor. Tener í­ndices equivalentes a los subsaharianos, en Cochoapa significa no tener trabajo; no encontrar comida; no conocer el excusado; excluir de la dieta carne y verduras y, en casos extremos, echar al comal las raí­ces de los platanares o poner en el plato insectos; tomar agua del arroyo puerco; alumbrarse con velas.

Significa también que una simple diarrea puede ser asesina; aguantarse hasta por un mes la enfermedad porque antes no llegan las brigadas médicas; jugarse la vida cada vez que hay que transitar el camino de curvas y piedras que lleva a la ciudad; tener clases cuando a los maestros se les da en gana regresar al pueblo o no encontrar hombres jóvenes porque todos se fueron a la pizca de tomate, a Sinaloa, como hoy.

Aburrido de hablar en mixteco, con un sorpresivo español, don Antonio desbroza un largo lamento y, sin quererlo, ofrece una explicación de lo que significa ser un sobreviviente africano en México.

"No hay nada de comer, nada, nada, parece un animalito nosotro, nomás está pobre, no tiene fuerza, nomás viendo, después se va a morir. Siquiera los animales tienen dueño, les dan pastura, a nosotro no nos dan trabajo, la gente en sí­ no gana para refresco, nomás sentado todo el dí­a. ¿Así­ cómo hace? Cuando hay tortilla come una con sal, nomás con eso, ni frijolitos se halla, muchos de los que se van a Sinaloa regresan muertos, porque aquí­ están sin comida, allá se mueren, todos los años se mueren. Unas veces se mueren grandes, otras veces se mueren niños. Cada todo año se acaba la gente".

Con su huesudo cuerpo encuclillado, su camisa a rayas coloridas, su inmovilidad de lagartija, don Antonio parece parte del paisaje. Su lamento comienza a ser repetitivo. Grita. Lloriquea. Termina siempre comparando la situación de los suyos con la de los animales. Incomoda su discurso. Aturde. Más si se suma que tres zopilotes sobrevuelan este pueblo de pocos árboles que compartan sombra.

"Unos de los de Sinaloa ya ni regresan para el entierro, se quedan allá", se anima a decir la señora Luisa Hernández, traducida por Martí­nez, el único varón joven a la redonda, el comisario y comandante elegido a la fuerza y obligado por ello a no irse a Sinaloa.

Martí­nez no hace nada en todo el dí­a, sólo deambula. La única patrulla de Dos Rí­os no sirve, no tiene llantas, menos gasolina. Hoy le tocó fungir como traductor y guí­a.

El comisario ve pasar a la niña Adela González, la llama, y cuando la tiene cerca explica que ella es una de las huérfanas de la epidemia de los desnutridos. Es la hija de la difunta Aurelia.

"No va a la escuela, no hay dinero para comprar alimento e ir a la escuela, anda buscando su alimento todos los dí­as, va de casa ajena a entregar agua para que le regale la tortilla", explica y la niña asiente con la cabeza.

Pronto, don Antonio agrega a sus quejas la desgracia de Adela y dice: "Esta niña está pobre ella, no halla nada para comer, parece un animalito, no sabe nada, no piensa, la pobre querí­a morirse de hambre, está sola, ¿así­ cómo hace?"

En el fin del mundo

Dos Rí­os es sólo una de las 111 comunidades que conforman Cochoapa El Grande, la porción territorial que recién se independizó de Metlatónoc, el municipio que era el sinónimo de la miseria.

El ayuntamiento se dividió en dos: Metlatónoc, donde quedaron los ricos pobres, y Cochoapa, la parte pobre-pobre, rayana en la indigencia.

Don Antonio es sólo uno de los muchos habitantes de Dos Rí­os que salen a dar el recibimiento a los fuereños. Tener visitas es todo un acontecimiento si se considera que, de por sí­, llegar a Cochoapa desde Tlapa ya es difí­cil. No sólo por las cinco horas de camino, también por lo descalabrado del trayecto.

Dicen aquí­ que Cochoapa está tan en el fin del mundo que ni siquiera los maestros enviados de la SEP terminan el ciclo escolar: de un dí­a a otro se esfuman quejándose de que no hay comida.

Las tres jóvenes maestras normalistas que cumplen este año su turno aseguran que con ellas no ocurrirá lo mismo que sus antecesores porque traen sus enlatados de casa. Ellas sufren por otra cosa: el idioma. Ellas sólo hablan español y los niños mixteco.

Sin embargo, aseguran que los niños –"desnutriditos, lombricientos, con su chica panzota", como los describe una de ellas– sí­ aprenden porque llegan a clases almorzados y, cuando no, llevan como lunch una tortillita con sal para el recreo.

"A ellos se les antoja una galleta, un refresco, algo de comer y no hay nada que comprarlo", denunciará más adelante, en una de las casas, la abuela Catarina Cano Santiago.

Tras escucharla parece una broma macabra asomarse al salón de ventanas rotas donde se imparten los grados de tercero a sexto de primaria y ver en la pared un mural que simula un supermercado, con todo y envoltorios de maruchan, mirindas, alpura, aceite, atún, tortillinas y chile.

O ver, en el salón telarañiento de primer grado, un mural con frutas como uva, pera y fresa, frutas que no son de la región y que los niños comen sólo cuando acompañan a sus papás a pizcar tomates. Son los niños migratorios que invariablemente pierden el año. Este ciclo, de 94 inscritos, 36 no volvieron.

"Que sepa que sí­ nacimos"

Varias mujeres se apresuran a mostrar su casa. Se descubre entonces que la miseria de Dos Rí­os es estándar: casas de adobe; techo de palitos; petates sobre el suelo o un tendido de tablas en lugar de cama; cobijas que siempre son pocas para tantos; chozas de piso de tierra roja; fogata que envicia el ambiente familiar a falta de estufa; muchos niños de menos talla y peso que los de la ciudad. Niños rojos, por la tierra en la que se arrastran.

Uno de ellos es Celestino Luca Marcelino, nacido el 25 de diciembre de 2005, que parece un Niño Dios flaquito, diminuto dentro de su cobija recostada sobre un petate. Celestino está enfermo de hambre. Su mamá no tiene pecho para darle. Pesa lo que un niño tres meses menor.

"Dice la señora que si ustedes pueden hacer algo por ellos, que si le dan ropita a los niños o jabón para que se bañaran o colchoneta para que no se enfermaran o algo así­", traduce Martí­nez en otra de las casas estándar.

Quien lo dijo es una joven que lleva prendido a un niño del pecho y que regaña a Eugenio, otro de sus pequeños que bailotea desnudo para llamar su atención: el niño tiene panza como cervecera, que en él es una anomalí­a, pues su hinchazón corresponde a las lombrices que carga dentro; está encorvado como anciano y tiene costras como quemaduras de cigarro en pierna, muslo y nalga, por una infección cutánea.

Son las enfermedades de los niños color tierra del África mexicana.

Eugenio no tiene ningún primo que le herede ropa. Sus hermanos mayores usan la poca que tienen hasta dejarla transparente. Uno de ellos sólo lleva pantalón, y no tiene playera. El otro sólo tiene la playera.

"No hay nada que comprarles", repite la abuela Catarina y aunque se queja, no quiere irse a vivir a otro lado: tiene miedo de subirse a un carro.

Tiene razón. Para llegar aquí­ hay que luchar dos horas y media con caminos que parecen jorobas de camello y sólo cruzan carros con cualidades de tractor. Excélsior llegó aquí­ gracias a Paulino Dí­az Dí­az, un activista mixteco que vive en la mera cabecera municipal y que no se cansa de mandar cartas con fotografí­as de sus paisanos más pobres al gobierno de Guerrero, a la Presidencia de la República, a la Comisión Nacional de Derechos Humanos y hasta a la ONU para denunciar la miseria de sus paisanos.

"Todos son pobres en este municipio, pero los más pobres son los de Itatió o los de Arroyo Olor y varias comunidades que están muy distanciadas, no tienen nada que comer, hay pura gente descalza, sin ropa, su camino en mal estado, los niños andan pelados, la señora toda remendada, se duermen en el suelo, sus viviendas son de palo, piso de tierra, sin luz; da tristeza. Les mandé fotos a todos porque me da lástima verlos pero como están lejos nadie quiere entrar", dice el actual secretario municipal del Ayuntamiento.

Dos Rí­os, por lo que dice, no es la comunidad más pobre del municipio más pobre. Es una de tantas de la África mexicana.

Antes de que la camioneta deje atrás a Dos Rí­os y que desde los altos cerros el caserí­o comience a verse chiquito, como si fuera una maqueta de casas cafés de adobe y palo, don Antonio, el anciano moribundo, se acerca a los fuereños y suelta como despedida: "Bueno que llegaron para ver a nosotro, para que el Presidente ayude, que vea que estamos peor que animalitos, que sepa que sí­ nacimos".

Su dieta, tortilla con sal

El misionero comboniano Jorge DeCelis Burguete encuentra algunas coincidencias, no muchas, entre las condiciones de vida de Cochoapa El Grande y la miseria extrema que se vive en la República Centroafricana, donde pasó ocho años.

"Aquí­ no se mueren de hambre, sí­ de enfermedades relacionadas con la desnutrición, pero no están en huesos, como en África. Aunque sí­ son sensibles a todo: las enfermedades curables los acaban.

"En Cochoapa sí­ tienen qué comer, pero no hay variedad en alimentación, no hay carne, y hasta hace un par de años las frutas y las verduras eran desconocidas, y cuando llegan son carí­simas. Su dieta es tortilla con sal, no hay cebolla, tomate, chile.

"Afortunadamente están mejor que en la República Centroafricana, aunque sí­ tienen carencias graves: agua, luz, drenaje, toman agua del arroyo, pero no es potable.

"Les acaban de construir una carretera a Tlapa de nivel 5, es peligrosí­sima, de mal material y la entregaron sin terminarla, dicen que ellos no merecen más porque no producen", afirma.