Rogelio Hernández Rodrí­guez: Cuestionable festejo

Del Universal en lí­nea del 19 de marzo de 2007

El presidente Felipe Calderón ha tratado de desarrollar una administración sobria y en más de un aspecto, controlada. Las comparaciones son inevitables, en especial porque la suya es la segunda presidencia proveniente del PAN y la que le antecedió pasará a la historia como una de las frí­volas e incompetentes. Vicente Fox nunca entendió las diferencias entre lo familiar y personal, entre lo público y lo privado y, lo peor de todo, lo que implicaba su responsabilidad como mandatario.

A diferencia de su antecesor, Calderón no ha tenido que asumirse adalid de la democracia ni tampoco ha tenido que insistir en sus diferencias con los gobiernos prií­stas, cada vez más lejos de su realidad inmediata. Para desgracia suya, el referente no puede ser otro que la frivolidad del periodo de Fox, de ahí­ el énfasis en aparecer lo necesario y evitar las declaraciones fáciles.

Pero al lado de la sombra del foxismo, Calderón no ha podido hacer a un lado la crisis electoral y el estrecho margen con el que ganó, de tal manera que ha tratado de convencer a todos de que es un mandatario con voluntad y decisión, y que es capaz de dar soluciones inmediatas a problemas graves y urgentes.

La extrema publicidad a sus primeros 100 dí­as de gobierno ha sido la mejor manera de probar a los ciudadanos lo que puede hacer su gobierno. El único problema es que la lista de acciones, si se revisa con cuidado, solamente muestra tareas inconclusas, correcciones a medidas arbitrarias de su antecesor, como los abusos en los sí­mbolos oficiales, y un notable énfasis en su campaña contra la delincuencia que se ha convertido, con mucho, en su mayor compromiso.

La celebración, sin embargo, parece estar muy lejos de la realidad y lo que comienza a ser más visible es que la sobriedad que mantiene en otros aspectos, se ha convertido en una poco controlada ostentación de logros inexistentes. Desde el principio de la administración, el presidente se concentró en enviar al ejército a las zonas de mayor penetración del narcotráfico y en los últimos dí­as, enrolado en su celebración, ha presumido de éxitos que son cuestionados permanentemente por las diarias listas de muertos, no sólo de narcotraficantes y policí­as regulares, sino de mandos de las fuerzas públicas encargadas de esa batalla. Y lo que ha resultado más delicado, que han ocurrido en plazas vigiladas por el Ejército.

El viernes pasado, por ejemplo, cuando la prensa daba cuenta de las palabras del presidente al presentar su libro sobre los 100 dí­as, publicaba también los muertos más recientes y la continua renuncia de policí­as por el temor de ser asesinados. Sólo en Nuevo León y en la zona metropolitana de Monterrey, la prensa reportaba 10 ejecuciones durante la semana, un promedio de dos por dí­a, sin que nadie pudiera evitarlo. Más aún, entre martes y jueves de esa semana, la lista sumó 50 ví­ctimas de la violencia en el paí­s. Una cifra que muy poco orgullo puede inspirar.

Desde luego que ante los ojos de las autoridades y del mismo presidente, las ejecuciones no tienen nada de extraño y lejos de ser una prueba de la ineficacia de la campaña, son una muestra de que se afectan los intereses de las bandas. El mismo presidente ha recordado que él advirtió no sólo de la larga duración de la batalla sino del costo en vidas que tendrí­a, lo que dicho con más claridad significa que lo que ocurre es perfectamente natural y que la sociedad debe aceptarlo como demostración de la eficacia y compromiso del gobierno. Nada qué criticar y, por el contrario, mucho qué festejar.

El presidente ha apostado demasiado a su campaña militar contra la delincuencia y por más buena fe que sus seguidores le concedan y la publicidad oficial repita, los hechos cotidianos hacen bastante difí­cil su credibilidad. No será nada sencillo convencer a los ciudadanos que atestiguan balaceras frecuentes, con todo y militares y policí­as federales resguardando las ciudades, que los esfuerzos van por buen camino. Decir también que se habí­a advertido de las consecuencias o que han sido muchos los años de tolerancia y que por ende el proceso es largo, no puede servir de justificación. Menos cuando el mismo gobierno utiliza esa campaña para demostrar eficacia inmediata.

No es solamente la credibilidad del gobierno calderonista lo que está en juego. También la de las fuerzas armadas, una de las pocas instituciones a las que la población mexicana le ha concedido su respaldo a lo largo del tiempo. No es, desde luego, la primera vez que el Ejército interviene en contra del narcotráfico puesto que desde hace décadas ha sido el principal encargado de hacerle frente, pero hasta ahora habí­a tenido tareas de control y vigilancia en zonas especí­ficas, que en buena medida hací­an entendible que el narcotráfico operara en el paí­s. La tarea de exterminarlo en realidad recaí­a en las policí­as regulares, las que además estaban encargadas de atacar la delincuencia común.

El actual presidente le ha agregado responsabilidades a las fuerzas armadas y las ha puesto en el primer plano de la atención nacional e internacional. Claramente las está colocando como principales blancos de la crí­tica y de los fracasos. Si la violencia continúa desbordada, no sólo será evidente la incapacidad de las policí­as sino el conjunto de las fuerzas federales y, por tanto, la del Estado mexicano, ya no para exterminar sino al menos para controlar, a la delincuencia organizada.

La apuesta es mucha y el presidente Calderón no parece tener ninguna intención de retirar los reflectores de esa campaña. Muy por el contrario, ante la buena acogida que ha tenido en el extranjero, donde ha conseguido demostrar su voluntad de garantizar la seguridad pública, el gobierno se muestra muy dispuesto a continuar presumiendo el proceso y con ello cada vez estará forzando más a la opinión pública a comparar las palabras y la publicidad, con una lista de muertos y de violencia muy difí­ciles de ocultar.

Sin dejar de apoyar esa batalla, el presidente deberí­a darle su justa dimensión y, sobre todo, ajustar los logros a la realidad. Su gobierno, por más promesas de campaña que haya formulado en cuanto a la seguridad, no puede concentrase en ello, menos cuando resulta evidente que el reto no puede alcanzarse en el corto plazo de seis años y menos de escasos tres meses. Falta demasiado trecho por recorrer en un gobierno que apenas empieza y que arrastra una fuerte necesidad de legitimación, como para agotar en meses su credibilidad.

Investigador de El Colegio de México